Nunca se había sentido tan abandonado como esa tarde. Vagaba
sin rumbo por la calle, observando todo con la distancia prudencial que consideraba
su propia zona de confort con respecto a los demás. No era miedo, solo
distancia para sentirse cómodo. Tenía la impresión de que todo a su alrededor
desprendía un olor peculiar, como a almizcle mezclado con tierra mojada y algo
de sudor reseco. Difícil de definir y aún más difícil de procesar. Sentía esa
absurda presión en el cuello, como si algo invisible le apretara.
Buscaba en los ojos
de los demás algún gesto de comprensión, algún gesto de empatía. Pero con nulo
resultado. Para muchos era invisible, para otros, los menos por suerte, un apestado
del que separarse convenientemente, pero sin que se les notara el miedo, ni
cerca ni lejos, ni corriendo ni andando… también bastante indefinible.
Le costaba encontrar su propio espacio en la acera. A veces
tenía que dar pequeños saltitos para salirse de la trayectoria del resto de
viandantes. A veces esos pequeños pasos laterales le obligaban a meterse en
charcos de los que, por mucho cuidado que pusiera, siempre salía con sensación
de humedad desagradable.
Empezaba a tener demasiada hambre. Podía sentir sus tripas moviéndose
y sonando por el enorme vacío que contenían. Sabía dónde conseguir comida, pero
no le apetecía ir a aquel lugar. Prefería no acercarse a otros como él.
Prefería la soledad de caminar libremente por las calles y si se acercaba a por
comida, corría el riesgo de que trataran de convencerle para quedarse. Eso no,
eso nunca.
Desde muy pequeño había sentido como le dejaban una y otra
vez a su suerte. Primero sus padres, no podían mantener a los seis hermanos que
eran y dejaron que se lo llevaran con otra familia. Pero aquella segunda opción
también se había cansado de él, de su mal humor en algunos casos, de su dejadez
en muchas cosas y de su agresividad en otras. Un día decidió que ya no eran un
buen hogar y se fue. Se había arrepentido muchas veces. Incluso había estado
tentado de volver en ocasiones. También creía haberles visto buscar a aquellos
que había llamado familia, como si quisieran encontrarle. Pero no volvería, no
quería decepcionarles más. Ya hacía casi un año de su fuga y estaba hecho a la
calle, aunque en ocasiones como la de hoy se sintiera abandonado en lugar de
libre.
Sus pasos mientras
pensaba en todo ello le habían llevado irremediablemente al lugar que su estómago
buscaba. Ese callejón medio a oscuras dónde encontrar comida entre los cubos de
basura en la trasera del restaurante. Se acercó con mucho cuidado, tratando de
no ser visto por los demás como él que estaban allí, esperando que el cocinero
saliera con los restos y con algunos platos de carne que repartir entre ellos.
Siempre lo hacía y siempre con cariño.
Se sentó en el escalón esperando mientras calculaba si habría
para todos los que intuía a su alrededor. Eran demasiados, quizá era un buen
momento para irse antes de que se montara alguna trifulca por la escasez de
comida y los demasiados comensales.
La sombra que se alargaba tras de él le resulto familiar.
Volvió la cabeza y allí estaba ella, más mayor, menos niña, pero ella sin duda
alguna. Se agachó para acercarse a él y a la distancia de un beso, le susurró
casi al oído, - Vamos Emir, vuelve conmigo a casa.
Su expresión era de
alegría por haberle encontrado. ¿Habría conseguido ella que le perdonaran por
morder la ropa de su padre? ¿y por destrozar el sofá a mordiscos cuando le
dejaban solo?
No intentó ponerle la correa, solo le agarró del collar y le
apretujó en un abrazo cálido y tierno.
-
Necesitas un baño calentito y una cena rica. ¿Sabes?
Casi me muero de la pena cuando te fugaste. Nunca pensé que pudiera llorar
tanto por un perro. Mi padre hace meses que ya no te buscaba, te daba
totalmente por perdido. Pero yo no. Yo nunca podría. Eres mí perrito. Un poco
capullo, pero mi perrito.
Emir levantó la cabeza con orgullo y siguió caminando a su
lado, sin separar su oreja derecha de la pierna de María. Si alguna vez había
dudado del amor de esa niña, prometía no volver a hacerlo.
Se sintió orgulloso de su familia. Su familia. Como
resonaban las palabras de ella en sus oídos. Hasta el hambre había pasado a un
segundo plano.
María se volvió a parar para achucharle, a pesar del olor que
desprendía y al oído, muy quedo, le dijo un “te quiero” que casi hizo llorar al
perro tanto como lloraba de felicidad la dueña.